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.Pero estaban también mistorturas actuales esperando inútilmente su llamada, maldiciendo que no me llamaba, sabiendo que no me llamaría:las mujeres tienen una razón que el corazón no comprende y deseando todo el tiempo, entre sueños y alucinacionesproducidas por su falopio, verla, volver a verla siempre.Cuando terminé mi trabajo forzado, Ben Hur de las galeradas,liberado por el cine, yendo al cine ya que era mi noche de estreno pero apenas viendo la película (era una historia de173 La habana para un infante difuntoGuillermo Cabrera Infanteamores imposibles, Senso o Huracán de verano, en que me curaba de mi obsesión por Alida Valli para caer en el marde Margarita, sin tocar fondo) el deseo de verla a ella en cuatro dimensiones, las tres dimensiones de la vida y la cuar-ta dimensión del recuerdo, convertido ahora en necesidad como de droga dura, en una imperiosa gana que era abso-lutamente irracional porque bien podía esperar un día o dos a que ella me llamara.Fue impulsado por esta ansiatotalmente insana que me encontré caminando del cine hacia su casa (después de todo no era tanta la distancia real:todos los cines de estreno ahora, con excepción del Payret, del Acapulco y del Rodi -lo mismo vale para el Trianón deenfrente- quedaba-n a poca distancia de su casa), bajando la irredimible San Lázaro, llena de llagas, doblando porSoledad y llegando hasta el final de su calle, la noche cálida habanera calentando mi cuerpo caminante después delexcesivo aire acondicionado del cine que hacía mi chaqueta necesaria, innecesaria ahora, llevada en la mano, cogi-da por la punta de los dedos y colgando sobre un hombro como una capa quevediana, dejando que el tibio terral mesecara la camisa sudada en la espalda por la caminata, que tocaba ahora a su fin, como la calle.Espada, caballeros.Miré la hora.No era tan tarde para La Habana, que solfa ser una ciudad nocturna, que dejaba detrás los hábitosde aldea andaluza cada día más y se acercaba ahora a esa calidad noctámbula de la vida en la noche de una capi-tal.Mi ideal era vivir de noche, atender a mis asuntos y a ,mis amores, dormir de día y suicidarme ante un edicto adver-so, abriéndome las venas bajo una ducha tibia.Petronio, servidor de mi César.De regreso de Roma no creía queMargarita se hubiera acostado todavía.Con esa certeza subí los escalones que me serían tan familiares en unashoras y toqué a la puerta.No abrió nadie.Pensé que después de todo tal vez ella ya estaría durmiendo.Estaba deci-diendo si irme o volver a tocar, tirando al aire una moneda mental, cuando se entreabrió la puerta.Surgió un segmentode cara que no reconocí hasta que la puerta se abrió más y la cara era la de Margarita sin maquillaje y alterada porel sueño -pero no: era su hermana.-Ah es usted -fue lo que dijo.-Sí, perdóneme que venga a molestar a esta hora.¿Margarita no está?Fue bueno que ella me dijera que se llamaba más o menos Margarita porque habría sido ridículo preguntar porVioleta del Valle a esa hora.Pero enseguida me asaltó una duda: ¿y si en realidad su hermana nada más que laconocía por su verdadero nombre, oculto como un estigma, que yo ignoraba?-No, no, todavía no ha vuelto.Ella debió de notar la consternación en mi cara porque abrió más la puerta y pude ver que estaba en refajo: fiel ala imagen de las mujeres de su tiempo, dormía en refajo.No tenía mal cuerpo, visible hasta los medio senos que saltanpor entre el satín: tenían una cierta perfección en su pareja piel oliva.Se parecían mucho Margarita y su hermana,aun en su leve, tenue, casi imperceptible mestizaje.Las hermanas -¿cómo rayos se llamarían?- como buenas santi-agueras tenían entre sus componentes raciales ese elemento esencial etíope -por supuesto mi Etiopía era tan liter-aria como la del abuelo de Pushkin: aquí había que hablar de Dahomey, del Calaban, de los campos del Níger.¿Noera después de todo la heroína de ficción favorita de la isla desde el siglo XIX una mestiza llamada Cecilia Valdés, lamulata nacional? Ni Margarita ni su hermana eran mulatas pero se acercaban al arquetipo.Ella, por supuesto, ignor-aba mis reflexiones, reflejando sólo soledad en mi cara, como contaminado por el nombre de la calle.-Pero debe de estar al volver -me dijo, refiriéndose a la elusiva de su hermana-.¿No quiere esperarla adentro?La pobre, despertada violentamente por alguien que era casi un desconocido, un intruso, no reaccionaba con enfa-do sino que era hospitalaria y me invitaba a pasar a su casa.-No, gracias.La veo otro día.-¿Quiere dejarle algún recado?¿Me provocaba a escribir otra carta, otros insultos inconexos?-No, nada más que estuve aquí.-Está bien -me dijo, y cerró la puerta gentilmente.Bajé las escaleras como un derrotado porque pensaba no en Cecilia Valdés ni en la mulata ideal sino en dóndeandaría Margarita y qué estaría haciendo con quién.Salí a la calle Soledad y eché a andar en busca de San Lázaro,pero al llegar a la esquina di media vuelta y regresé al edificio donde vivía Margarita.Decid( esperar a su regreso, vercon quién volvía y confrontarla con el hecho de estar hasta tan tarde en la calle -porque de pronto se había hechomedianoche.No habían pasado más que unos minutos desde que comprobé que no era tan tarde para visitar aMargarita, pero el tiempo es evidentemente relativo y mi estado de ánimo lo comprobaba con más precisión que losejemplos más simples propuestos por Einstein.Envuelto en la física de los sentimientos me recosté al marco de lapuerta dispuesto a esperar: después de todo ella no debía de tardar mucho en regresar.Miré la escalera de cemen-to que ella había llenado con tanta carne vestida -pensé en su carne desnuda, en unas manos masculinas recorrien-do ese temblor tibio que sentí en la oscuridad del túnel del amor.Para no desesperar por la espera y por mis recuer-dos que eran imaginaciones eróticas decid( recorrer la historia de la calle como otra forma de pasar el tiempo mien-tras lo medía.Ahí detrás estaban los restos del cementerio de Espada, como quien dice el cadáver de un cemente-rio.El camposanto (eso es lo que era) se llamaba de Espada porque fue construido de acuerdo con los consejos delobispo Espada en el siglo XIX, después de las muchas protestas de las llamadas fuerzas vivas (supongo que hay aquíuna ironía en el hecho de que las fuerzas vivas se pronuncien sobre las que se pueden llamar fuerzas muertas) de laciudad, cada vez más creciente, contra la costumbre de enterrar cadáveres en las iglesias.Es evidente que yaentonces abundaban más los cadáveres que las iglesias, aun en una ciudad tan pía como La Habana del siglo XVIII.Así vino a construirse el cementerio de Espada en una zona de extramuros que ya se llamaba San Lázaro (y que174 La habana para un infante difuntoGuillermo Cabrera Infanteentonces debía de ser una calle tan fea como ahora) y fue fundado el flamante cementerio de Espada, donde seenterraba a los muertos en nichos, práctica que no tardó en hacerlo obsoleto -o al menos superpoblado.Hoy (es decirayer) no quedaba nada del cementerio, o al menos no podía ver lo que quedara sentado en el escalón superior de losdos que accedían a la entrada del edificio.Pero detrás de esa zona oscura fue donde jugaron unos muchachos conuna calavera y dos tibias sin darse cuenta de que era el símbolo de la muerte.Eran estudiantes de medicina, de ahísu familiaridad con esqueletos, pero también tuvieron la desgracia de ser entusiastas bajo una tiranía.Se pasearonen una carretilla que antes servía a funciones más fúnebres, mientras esperaban la lección de anatomía [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]
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