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.Polión debería haberme enviado directamente a ti.Se habría ahorrado tantas molestias.—Lo único que quiero de ti es la verdad, griego.Hermógenes escupió.—Para eso habría bastado con preguntar, romano.He venido aquí para contártela y ya he dicho lo que tenía que decir.No: tú quieres que mienta.Quieres que diga que tu amigo es inocente y que no soy un ingenuo hombre de negocios atrapado en las maquinaciones de unos romanos poderosos, sino un malvado conspirador y un chantajista.Si me torturas lo suficiente, probablemente acabaré por decírtelo.Quizá lo diga ahora mismo para librarme de la tortura.Así podrás entregarme a Rufo para que me mate y, cuando llegue el momento, te mate a ti.—Háblame de esa deuda que viniste a cobrarle a Rufo, «ingenuo hombre de negocios».—Y si digo algo que te desagrada, ¿manejarás el azote tú mismo o encargarás al Salvaje que me anime a modificar mi relato?Tauro lo miró durante un buen rato apretando la mandíbula.Al fin hizo una seña a sus hombres.—Desencadenadlo —ordenó.Tras un momento de vacilación los guardias se aproximaron, aflojaron la cadena y abrieron las esposas.Hermógenes bajó las manos despacio y se apartó del poste.Aún tenía el brazo derecho entumecido por el golpe del general, pero ahora además comenzaba a dolerle.Flexionó los dedos y echó un vistazo en derredor buscando su ropa.Tauro asintió con la cabeza y uno de los guardias le alcanzó la túnica.El alejandrino se la puso y se abrochó el cinturón torpemente con la mano agarrotada.—Mi guardaespaldas —dijo Hermógenes sin mirar a nadie.Un guardia se dirigió hacia la pared que había a su espalda: Hermógenes dio media vuelta y vio la «celda de castigo» contigua a la habitación, un sótano angosto, de techo demasiado bajo para estar de pie, sin ventanas y con una única puerta.El Salvaje la abrió y entró.Poco después salió con los grilletes de hierro en la mano.Detrás de él salió Cántabra, cubierta únicamente con la ropa interior.Miró a su patrono con inquietud.Hermógenes le indicó la puerta y se dirigió hacia ella.Los guardias hicieron ademán de detenerlo, pero Tauro levantó la mano y no intervinieron.De nuevo en la oficina, Hermógenes apartó su toga buena hasta un extremo del banco y se sentó para ponerse las sandalias.Tauro, que lo había seguido desde la cámara de castigo, lo observó mientras se calzaba las sandalias.En la otra punta de la habitación, Cántabra se puso la túnica apresuradamente.—Bien —dijo Tauro—.¿Hablarás ahora?Hermógenes se colocó de cara a él.—¿Estoy arrestado, prefecto? Y si es así, ¿quién me ha acusado y de qué crimen, o quién me ha citado como testigo? Pues una de las dos cosas debe de haber ocurrido, si estoy arrestado y esto es una vista legal.Tauro frunció el ceño.—Si esto es una vista legal —prosiguió Hermógenes—, ¿dónde está el fiscal? Porque pienso que, por más «extraordinaria» que sea, el juez que instruye el caso no está autorizado a desempeñar al mismo tiempo esa función.Y ¿dónde está el abogado defensor? Y, ya puestos, ¿cuál es la causa que se sigue? Me gustaría saber todo eso, si estoy arrestado.—No estás bajo arresto —concedió Tauro.—Pues entonces me marcho.—Hermógenes se encaminó resueltamente hacia el escritorio y recogió el estuche de plumas.Tomó las cartas de crédito que estaban debajo, las enrolló y las guardó dentro.—¡No! —exclamó Tauro exasperado—.¡Has dicho que habías venido a hablarme de esto!—Y eso he hecho —replicó Hermógenes encarándose con él otra vez—, pero si te ha pasado inadvertido el pequeño detalle de que, por toda respuesta, has mandado que me desnudaran y me encadenaran a un poste para azotarme, te aseguro que a mí no.Y ahora resulta que me encuentro extrañamente poco dispuesto a ayudarte y, quién sabe por qué, recelo de tu buena voluntad y tu buena fe.Así que creo que me marcharé por donde he venido e intentaré encontrar el modo de resolver mis problemas sin tener que confiar en un romano.—Estás muy enfadado —observó Tauro—, pero ten en cuenta que estás acusando a un hombre a quien durante muchos años he considerado mi protegido y amigo, y piensa que tengo motivos para creer que tú eres su enemigo y el agente de un hombre a quien desprecio.—Ya lo he tenido en cuenta —contestó Hermógenes—.Contaba con tu desconfianza; temía que no me creyeras.Lo que no esperaba era la violencia y la amenaza de tortura como primer recurso, ¡primer recurso, antes de interrogarme siguiera! ¡Por Zeus! ¿De verdad pretendes que ahora me fíe de ti?Tauro lo miró largamente y luego dijo despacio:—Estoy dispuesto a escucharte, griego.Puedes hablar o satisfacer tu indignación marchándote.Hermógenes permaneció inmóvil, esforzándose por controlar la respiración, que amenazaba estallar en jadeos de rabia y dolor.Se estremeció, dejó el estuche de plumas, se apretó el rostro con las manos y maldijo.—Háblame de esa deuda que viniste a cobrar de mi amigo Lucio Rufo —le invitó Tauro, sentándose de nuevo al escritorio.Hermógenes le contó el caso sucintamente guardándose mucho de revelar el paradero de los documentos y de la ficha que daba acceso a ellos.Refirió su reunión con Polión, que había acabado por retenerlo por la fuerza, el encuentro con Rufo en las termas, la decisión de Polión de comprarle la deuda, las sospechas que concibió y la fuga.Tauro escuchó en silencio, muy serio, echando un vistazo de vez en cuando a Cántabra, en cuyo semblante al parecer hallaba confirmación de los hechos relatados.Cuando Hermógenes hubo terminado, el romano se quedó un buen rato mirando fijamente el escritorio con aire taciturno.Hermógenes permaneció de pie delante de él, sosteniéndose el brazo maltrecho que ahora le dolía mucho y estaba muy caliente.—Aun suponiendo que todo lo que afirmas es verdad —dijo Tauro por fin, levantando la vista—, no te consta que Rufo haya aceptado el trato.—Polión me aseguró que me compraría la deuda —arguyó Hermógenes—.Si Rufo se hubiese negado se habría ofrecido a protegerme mientras demandaba al cónsul por impago.—Cosa que habrías hecho —señaló Tauro con un arrebato de ira.—¿Recomiendas una cancelación general de las deudas? —preguntó Hermógenes mordazmente—.Si es así, ¿cuentas con la aprobación de tu amigo el emperador? En Egipto existen leyes, aprobadas por los romanos, que definen semejante recomendación como traición.¿O acaso opinas sencillamente que a los amigos del emperador les asiste el derecho de pedir dinero a quien les venga en gana sin estar obligados a devolverlo? Tenía la impresión de que este punto de vista no le gustaría más que el otro al emperador, puesto que ha proclamado la restauración de la República, y sospecho que al Senado aún le gustaría menos.Tauro lo fulminó con la mirada, pero acto seguido hizo un gesto de claudicación [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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.Polión debería haberme enviado directamente a ti.Se habría ahorrado tantas molestias.—Lo único que quiero de ti es la verdad, griego.Hermógenes escupió.—Para eso habría bastado con preguntar, romano.He venido aquí para contártela y ya he dicho lo que tenía que decir.No: tú quieres que mienta.Quieres que diga que tu amigo es inocente y que no soy un ingenuo hombre de negocios atrapado en las maquinaciones de unos romanos poderosos, sino un malvado conspirador y un chantajista.Si me torturas lo suficiente, probablemente acabaré por decírtelo.Quizá lo diga ahora mismo para librarme de la tortura.Así podrás entregarme a Rufo para que me mate y, cuando llegue el momento, te mate a ti.—Háblame de esa deuda que viniste a cobrarle a Rufo, «ingenuo hombre de negocios».—Y si digo algo que te desagrada, ¿manejarás el azote tú mismo o encargarás al Salvaje que me anime a modificar mi relato?Tauro lo miró durante un buen rato apretando la mandíbula.Al fin hizo una seña a sus hombres.—Desencadenadlo —ordenó.Tras un momento de vacilación los guardias se aproximaron, aflojaron la cadena y abrieron las esposas.Hermógenes bajó las manos despacio y se apartó del poste.Aún tenía el brazo derecho entumecido por el golpe del general, pero ahora además comenzaba a dolerle.Flexionó los dedos y echó un vistazo en derredor buscando su ropa.Tauro asintió con la cabeza y uno de los guardias le alcanzó la túnica.El alejandrino se la puso y se abrochó el cinturón torpemente con la mano agarrotada.—Mi guardaespaldas —dijo Hermógenes sin mirar a nadie.Un guardia se dirigió hacia la pared que había a su espalda: Hermógenes dio media vuelta y vio la «celda de castigo» contigua a la habitación, un sótano angosto, de techo demasiado bajo para estar de pie, sin ventanas y con una única puerta.El Salvaje la abrió y entró.Poco después salió con los grilletes de hierro en la mano.Detrás de él salió Cántabra, cubierta únicamente con la ropa interior.Miró a su patrono con inquietud.Hermógenes le indicó la puerta y se dirigió hacia ella.Los guardias hicieron ademán de detenerlo, pero Tauro levantó la mano y no intervinieron.De nuevo en la oficina, Hermógenes apartó su toga buena hasta un extremo del banco y se sentó para ponerse las sandalias.Tauro, que lo había seguido desde la cámara de castigo, lo observó mientras se calzaba las sandalias.En la otra punta de la habitación, Cántabra se puso la túnica apresuradamente.—Bien —dijo Tauro—.¿Hablarás ahora?Hermógenes se colocó de cara a él.—¿Estoy arrestado, prefecto? Y si es así, ¿quién me ha acusado y de qué crimen, o quién me ha citado como testigo? Pues una de las dos cosas debe de haber ocurrido, si estoy arrestado y esto es una vista legal.Tauro frunció el ceño.—Si esto es una vista legal —prosiguió Hermógenes—, ¿dónde está el fiscal? Porque pienso que, por más «extraordinaria» que sea, el juez que instruye el caso no está autorizado a desempeñar al mismo tiempo esa función.Y ¿dónde está el abogado defensor? Y, ya puestos, ¿cuál es la causa que se sigue? Me gustaría saber todo eso, si estoy arrestado.—No estás bajo arresto —concedió Tauro.—Pues entonces me marcho.—Hermógenes se encaminó resueltamente hacia el escritorio y recogió el estuche de plumas.Tomó las cartas de crédito que estaban debajo, las enrolló y las guardó dentro.—¡No! —exclamó Tauro exasperado—.¡Has dicho que habías venido a hablarme de esto!—Y eso he hecho —replicó Hermógenes encarándose con él otra vez—, pero si te ha pasado inadvertido el pequeño detalle de que, por toda respuesta, has mandado que me desnudaran y me encadenaran a un poste para azotarme, te aseguro que a mí no.Y ahora resulta que me encuentro extrañamente poco dispuesto a ayudarte y, quién sabe por qué, recelo de tu buena voluntad y tu buena fe.Así que creo que me marcharé por donde he venido e intentaré encontrar el modo de resolver mis problemas sin tener que confiar en un romano.—Estás muy enfadado —observó Tauro—, pero ten en cuenta que estás acusando a un hombre a quien durante muchos años he considerado mi protegido y amigo, y piensa que tengo motivos para creer que tú eres su enemigo y el agente de un hombre a quien desprecio.—Ya lo he tenido en cuenta —contestó Hermógenes—.Contaba con tu desconfianza; temía que no me creyeras.Lo que no esperaba era la violencia y la amenaza de tortura como primer recurso, ¡primer recurso, antes de interrogarme siguiera! ¡Por Zeus! ¿De verdad pretendes que ahora me fíe de ti?Tauro lo miró largamente y luego dijo despacio:—Estoy dispuesto a escucharte, griego.Puedes hablar o satisfacer tu indignación marchándote.Hermógenes permaneció inmóvil, esforzándose por controlar la respiración, que amenazaba estallar en jadeos de rabia y dolor.Se estremeció, dejó el estuche de plumas, se apretó el rostro con las manos y maldijo.—Háblame de esa deuda que viniste a cobrar de mi amigo Lucio Rufo —le invitó Tauro, sentándose de nuevo al escritorio.Hermógenes le contó el caso sucintamente guardándose mucho de revelar el paradero de los documentos y de la ficha que daba acceso a ellos.Refirió su reunión con Polión, que había acabado por retenerlo por la fuerza, el encuentro con Rufo en las termas, la decisión de Polión de comprarle la deuda, las sospechas que concibió y la fuga.Tauro escuchó en silencio, muy serio, echando un vistazo de vez en cuando a Cántabra, en cuyo semblante al parecer hallaba confirmación de los hechos relatados.Cuando Hermógenes hubo terminado, el romano se quedó un buen rato mirando fijamente el escritorio con aire taciturno.Hermógenes permaneció de pie delante de él, sosteniéndose el brazo maltrecho que ahora le dolía mucho y estaba muy caliente.—Aun suponiendo que todo lo que afirmas es verdad —dijo Tauro por fin, levantando la vista—, no te consta que Rufo haya aceptado el trato.—Polión me aseguró que me compraría la deuda —arguyó Hermógenes—.Si Rufo se hubiese negado se habría ofrecido a protegerme mientras demandaba al cónsul por impago.—Cosa que habrías hecho —señaló Tauro con un arrebato de ira.—¿Recomiendas una cancelación general de las deudas? —preguntó Hermógenes mordazmente—.Si es así, ¿cuentas con la aprobación de tu amigo el emperador? En Egipto existen leyes, aprobadas por los romanos, que definen semejante recomendación como traición.¿O acaso opinas sencillamente que a los amigos del emperador les asiste el derecho de pedir dinero a quien les venga en gana sin estar obligados a devolverlo? Tenía la impresión de que este punto de vista no le gustaría más que el otro al emperador, puesto que ha proclamado la restauración de la República, y sospecho que al Senado aún le gustaría menos.Tauro lo fulminó con la mirada, pero acto seguido hizo un gesto de claudicación [ Pobierz całość w formacie PDF ]